Ya me voy, se ha terminao el viernes, y con ello, la semana laboral.
Aunque mañana me toca venir de nuevo, a clase de inglés, pero solo eso.
Cuando era más niña, me gustaba atrapar las moscas. En casa de mi abuela el techo de la cocina era realmente bajo, y en épocas de calor, cuando abundaban las moscas, todas se arremolinaban en el techo calientito.
Me gustaba acercar una silla, alta, de madera, y con un vaso previamente hurtado de la alacena, esperar a que se parara alguna mosca incauta, con un movimiento rápido y certero, encerrarla en el vaso.
Así llegamos a juntar muchas moscas.
Luego, con un alto desconocimiento y sentido de las necesidades y traumas de las moscas, me gustaba quitarles las alas, y verlas caminar despacito, medio chuecas. Luego, en una demostración de crueldad extrema, me gustaba meterlas en los hoyos del enchufe de la licuadora, (ya sin alas no se movían), y meterlas al contacto de luz.
Pobres moscas, que bueno que no creo en la reencarnación. Se morían apachurradas antes que la electricidad las tocara, eso es bueno, creo.
Hoy se paró una mosca en mi mesa a la hora de la comida, no pude evitar contemplarla largamente, luego, hurté un vaso y la perseguí por un buen rato.
La edad me está dejando los reflejos más lentos, o quizá necesito el techo de mi abuela.
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